martes, 30 de marzo de 2010

La parte de los crímenes

D) La parte de los crímenes
¿Qué es «La parte de los crímenes»? ¿Qué son estas doscientas cincuenta y dos páginas de desnuda descripción de mujeres muertas?
Santa Teresa, ciudad perteneciente al Estado de Sonora, trasunto de Ciudad Juárez (Chihuahua), es la última capital de México, hace frontera con Estados Unidos, un enorme desierto la separa del sueño americano. A esta línea del mapa vienen a parar en un goteo incesante inmigrantes centroamericanos además de los del propio país. Muchos de ellos se emplean pacientemente mientras esperan que algún «pollero» o algún «coyote» les ayude a cruzar a cambio de una cifra considerable. El paro es escaso en una ciudad donde se hallan numerosas fábricas, casi todas de origen estadounidense. Las maquiladoras se instalan aquí gracias a las cuantiosas ventajas que este suelo ofrece, como por ejemplo, la situación de explotación que el gobierno mexicano les permite mantener con sus trabajadores: largas jornadas, sueldos miserables, falta de representación sindical, contratos precarios, etc. Condiciones que la desesperada población, residente o de paso, no tiene más remedio que aceptar. Es costumbre que en el viaje hacia Estados Unidos, los inmigrantes pierdan parcial o totalmente el contacto con sus familiares, muchos son dados por muertos, de otros se cree lograron cruzar... Esto explica en parte el desarraigo voraz de estos hombres y mujeres, cuyo síntoma más palpable es la debilidad, cuando no la apatía, con la que zanjan la búsqueda de sus parientes desaparecidos. El narcotráfico es la principal fuente de ingresos de la ciudad. Su vínculo con la policía y las altas esferas políticas es férreo, además de público y notorio. Por tanto, ilegalidad y poder se asientan fácilmente sobre la desigualdad social, creando así entre la población una sensación de derrota anticipada que, unida al aislacionismo de la zona, se traduce en una flagrante inmunidad criminal.
El primer cadáver: Esperanza Gómez Saldaña, trece años, aparecida en enero de 1993, violada vaginal y analmente, la causa de la muerte es la rotura del hueso hioides por estrangulamiento. Le sigue por las mismas fechas Luisa Celina Vázquez. Un mes más tarde, la primera desconocida, el primero de muchos cuerpos que pasará a engrosar la reserva de la facultad de Medicina. La cuarta: Isabel Urrea, periodista, del Heraldo del Norte, radio local, la primera reportera que paga con la vida su curiosidad, causa de la muerte: cuatro disparos. Quinta: Isabel Casino, prostituta; Sexta: desconocida, se cree que trabajaba en una maquiladora. Séptima: Guadalupe Rojas, asesinada por su novio a causa de los celos. Octava: desconocida, su cadáver aparece vestido con ropa ajena. En los ocho primeros casos aparecen ya descritos la mayoría de los elementos llamados a repetirse. Las víctimas tendrán el pelo largo, aparecerán vestidas, a veces con ropa ajena, de una talla distinta, muchas serán estranguladas hasta la ruptura del hueso hioides, violadas anal y vaginalmente, algunas incluso bucalmente. Algunas deben su muerte a la violencia machista de novios, padres, hijos, maridos, amigos. Sobrevendrán cadáveres que nadie reclamará, algunos de niñas. La mayoría son obreras, otras prostitutas. Aparecen en cerros o basureros. Muchos testigos narran el momento en que son secuestradas, casi siempre a bordo de un coche negro, Peregrino o Suburban. Una huella de horror aparecerá más adelante para quedarse: el pecho derecho será cercenado y el pezón izquierdo arrancado a mordisco.
Estamos en el año 1993, año del inicio de las atrocidades, en la prensa, el caso que goza de mayor eco mediático es el de El Penitente, profanador de iglesias, un hombre enajenado que orina sobre los altares y mata a una mujer incrustándole un trozo de madera en la vagina. Padece de ginefobia, una enfermedad, nos dicen, muy común entre los méxicanos. Un periodista, Sergio González, del diario La Razón, del DF, es enviado a Santa Teresa para cubrir este fenómeno de sacrilegio religioso. Una vez allí, un párroco aficionado a la novela policiaca le hace una sugerencia, le dijo que «abriera bien los ojos, pues el profanador de iglesias y ahora asesino no era, a su juicio, la peor lacra de Santa Teresa ». Al día siguiente, Sergio despierta con la sensación de haber oído «algo prohibido».
Juan de Dios Martínez, Ernesto Ortiz Rebolledo, Epifanio Galindo, Ángel Fernández, cuatro policías encargados de los numerosos casos de asesinato de entre los cuales sólo el primero parece dar serias muestras de intentar investigarlos, siendo por ello amonestado en varias ocasiones e instado a abandonar las averiguaciones. Mantiene una superficial relación amorosa con una psiquiatra, Elvira Campos, pero el amor no parece tener lugar en la inhóspita ciudad fronteriza. El jefe de la policía, Pedro Negrete, hermano del rector Negrete, a quien conocimos en «La parte de los críticos», simultanea su cargo público con la escolta del famoso narcotraficante Pedro Renginfo. A tal fin se desplaza personalmente a Villahermosa, donde contrata entre otros a Lalo Cura, quien tras un frustrado atentado contra la mujer de Renginfo, pasa a convertirse en quizá el único policía competente del cuerpo. Será el único que ostente un verdadero interés por seguir las pistas que, por otro lado, los no asesinos parecen querer ocultar. En la escena del crimen se hallarán restos de semen, piel, uñas, huellas, pisadas, sangre, marcas de neumáticos; a veces, hasta el arma homicida aflora junto a la víctima. Estas evidencias son analizadas en contadas ocasiones y cuando se hace, sus resultados se pierden misteriosamente.
Las muertes nunca cesan: Emilia Mena, desconocida, Margarita López, Gabriela Marón, Marta Navales, Elsa Luz Pintado, Andrea Pacheco, Felicidad Jiménez, desconocida. Fin del año 1993. El primer cadáver de 1994 es el de Leticia Contreras Zamudio, prostituta. La policía detiene a todas sus compañeras, que son violadas en comisaría por la unidad al completo. Dos de ellas pasarán años en la cárcel injustamente acusadas. No es más que un ejemplo de los desmanes policiales que se suceden por toda la narración. A la muerta le sigue Penélope Méndez, de once años que, como otras niñas, fallece de infarto durante los abusos. Lucy Ann Sander es el cadáver número veintiuno, la única ciudadana norteamericana víctima de los asesinatos. Harry Magaña, el sheriff de Huntville, acude a Santa Teresa en busca de respuestas. No tardará en darse cuenta de que la única manera de conocer la verdad pasa por investigar por su cuenta.
Más cadáveres: América Castro; Mónica Durán, de doce años, sus amigas la vieron entrar sin miedo en un Peregrino negro; Rebeca Fernández, expulsada de la maquiladora donde trabajaba por intentar fundar un sindicato, su cadáver es manipulado por la Cruz Roja antes de la llegada de la policía, para cuando dan con el asesino, su novio, este hacía ya días que se había marchado a los Estados Unidos; Isabel «la vaca»; desconocida; desconocida; Silvana Pérez; desconocida, Claudia Pérez; María de la Luz Romero…
Entra en acción Florita Almada «la Santa», a quien viera la hija de Amalfitano por televisión la noche que huyó con Fate. Esta anciana de setenta años de edad había recibido «la iluminación» hacía sólo diez. Antes de vidente se había empleado como yerbatera. Florita Almada es una mujer buena, sin pretensiones que, a su pesar, adolece de visiones de niñas muertas en el desierto, a veces, entra en trance y habla con voz de hombre, entonces, acusa a la policía de no hacer nada, desvela que algunas van en un carro negro y pide enloquecidamente la actuación del gobernador del estado. Florita es presionada por uno de sus seguidores, el presentador de un «talk show» llamado Reinaldo, para contar frente a la cámara sus experiencias extrasensoriales y llevar a cabo un trance. Cuando Florita es filmada en televisión, hacía casi dos años de la aparición del primer cadáver, y así, de este esperpéntico y espectacular modo, los crímenes son denunciados a la opinión pública por primera vez.
La primera muerta del año 1995 es una desconocida. Esta vez, la policía tarda seis horas en llegar como muestra del cansancio y la falta de interés real que mantienen para con los crímenes. El sheriff de Huntville ha caído en una encerrona y ha desaparecido. Las palabras que el cónsul de su país le dedica son muy elocuentes, «mejor no remover la mierda ». La estrategia inicial de la policía, maquillar todos los delitos bajo el disfraz de los crímenes pasionales o achacarlos a la condición de prostitutas de las víctimas, empieza a caer por su propio peso. En julio, la asociación feminista de la ciudad, Mujeres de Sonora por la Democracia y la Paz, de tan sólo tres afiliadas, protestan por primera vez. En agosto, aparece el cadáver de Estrella Ruíz Sandoval, de diecisiete años. Epifanio Galindo, sin preparación, es el encargado de llevar el caso ante el exceso de trabajo de los judiciales. Los cadáveres empiezan a aparecer con el pecho derecho cercenado y el pezón izquierdo arrancado. Ante los últimos acontecimientos, Ernesto Ortiz Rebolledo, Pedro Negrete y Ángel Fernández, junto con un responsable de la cámara de comercio y el presidente municipal de Santa Teresa, deciden abordar la hipótesis del asesino en serie, «como en las películas de gringos ». Cuando Galindo decide encarcelar a Klaus Haas acusado de ser el dueño del ciber café al que iba con frecuencia Estrella Ruíz Sandoval y de tener un colchón con sangre menstrual («un hombre normal no coge con una mujer que sangra »), la ciudad entera se da por satisfecha.
Reaparece en la narración Sergio González. A pesar de que ahora está empleado en la sección de cultura, el recuerdo de los crímenes lo atormenta. En una conversación con una prostituta ésta le advierte de que las víctimas no son otra cosa que trabajadoras, mano de obra barata . Este aspecto, el económico, había sido hasta ahora pasado por alto por el periodista. Tal vez sea este el motivo de la nula repercusión social de los asesinatos, intuye. Y así será, como tendremos ocasión de comprobar.
A los quince días de haber ingresado en prisión, Haas da su primera rueda de prensa. Sergio González acude esta vez por propia iniciativa. Durante el encuentro, la abogada del detenido se las ingenia para hacerle llegar al mexicano un papel con un número de teléfono. ¿Por qué a él? Esa noche, periodista y preso se ponen en contacto, Haas le descubre que en la cárcel todos saben que es inocente.
Finaliza el año 1995. A comienzos de 1996 Haas da una nueva rueda de prensa, esta vez con menos afluencia de medios. Allí hace un llamamiento a la razón interrogando sobre la imposibilidad de que continúen los asesinatos estando él, supuesto asesino, entre rejas. En marzo, Florita Almada acompañada por un grupo de feministas reaparece en televisión para apelar de nuevo al gobernador de Sonora. En abril, la prensa local se niega a publicar la foto de una desconocida hallada muerta. En junio, feministas del DF denuncian a toda la nación lo que ya lleva tres años ocurriendo. En julio muere Linda Vázquez, la primera víctima hija de una familia adinerada. No tardan en detener a cuatro miembros de una banda conocida como Los Caciques, que se autoinculpan. Dos de los presos más despreciables del penal de Santa Tersa, Gómez y Farfán, los capan y asesinan mientras algunos policías se divierten y sacan fotos. Según Haas, se trata de un encargo de la familia Vázquez.
En diciembre de 1996, dos niñas de trece y quince años son obligadas a entrar en un Peregrino negro camino de la escuela. Sus hermanas menores acuden a una vecina en busca de ayuda, pues su madre se encuentra trabajando en una maquiladora de propiedad estadounidense. Las mujeres intentan desesperadamente avisar a la mamá de las pequeñas. Al telefonear, la operadora les informa de que durante las horas de trabajo está terminantemente prohibido recibir llamadas privadas y cuelga. En un segundo intento, simplemente, se les deja esperar al otro lado del hilo telefónico hasta que el dinero de la cabina expira. Pasa el tiempo y no se emprende ninguna investigación. Cuando Juan de Dios Martínez, indignado, solicita explicación, Ortiz Rebolledo le explica que hace días que el grupo operativo encargado de localizar el coche donde habían sido secuestradas las niñas había sido disuelto por órdenes de arriba. Al parecer, la mayoría de los jóvenes adinerados de Santa Teresa conducen un Peregrino negro. Decide investigar por su cuenta y ordena derribar la puerta de una casa donde había estado aparcado durante días un automóvil de estas características a pesar a la recomendación, una vez más, de «no mover la mierda». Allí se exhiben ambos cadáveres en descomposición; uno, tendido boca abajo sobre la cama, el otro, atado debajo de la ducha. No es más que un ejemplo de las prolijas descripciones que se suceden sin parar en esta parte.
Antes de culminar el año, se abre una nueva hipótesis: tal vez los asesinatos se deban a la grabación de «snuff- movies». La policía se apresura a desmentir esta versión. Sin embargo, un corresponsal argentino que, de camino a Los Ángeles se detiene tres días en Santa Teresa para perfilar una crónica de la ciudad, accede sin demasiado esfuerzo al visionado de una de estas grabaciones.
Los miembros de la banda Los Bisontes son detenidos como acusados de los asesinatos. La prueba final en su contra la constituye una supuesta vinculación con Klaus Haas. El presidente municipal se apresura a declarar en los medios el fin de la criminalidad en Santa Teresa. Una noche de improviso, Sergio González recibe la llamada desmoralizada de Haas, en ella le habla de la voluntad con la que la policía logra prolongar su encarcelamiento.
A mediados de 1997 Albert Kessler, experto en asesinos en serie, es invitado por primera vez a Santa Teresa. Sabemos que no será la última, pues siete años más tarde coincidirá en un café de la frontera con su compatriota Óscar Fate. La atenta mirada del investigador se centra principalmente en el trazo geográfico de la ciudad, en las colonias dejadas de la mano de Dios imperadas por narcotraficantes, en los basureros clandestinos que visita desembarazándose hábilmente de su escolta. La opinión pública confía ansiosa en «el milagro científico, el milagro de la mente humana puesta en marcha por aquel Sherlock Holmes moderno ». Nada de ello sucede. Por el contrario, el norteamericano es clandestinamente perseguido por un coche de la policía sin identificación las veinticuatro horas. El jefe de la policía, Pedro Negrete, ni siquiera se interesa en recibirlo.
Por las mismas fechas, Haas da de nuevo una rueda de prensa. En ella anuncia súbitamente la revelación del nombre del asesino, Antonio Uribe, dice, narcotraficante, protegido de Fabio Izquierdo y Pedro Renginfo, poseedor de una flota de más de cien camiones que cruza diariamente a los Estados Unidos. Un único periódico se hace eco de la noticia, La Raza de Green Valley. Su redactor, Josué Hernández Mercado, desaparecerá. Nada parece indicar que este desvelamiento dé carpetazo al misterio ni que se trate efectivamente de la verdadera identidad del culpable. No satisface en modo alguno las expectativas del lector.
Sergio González recibe una misteriosa llamada final. Una de las diputadas más poderosas del DF, perteneciente al PRI, Azucena Esquivel Plata, solicita tener de forma urgente una entrevista con él. La mujer, de gran carisma, hija de una tradicional e influyente familia mexicana, «la más más», conduce secretamente a Sergio hasta una lujosa mansión. Allí, delante de un tequila le cuenta la historia de Kelly Rivera. María Luz era el verdadero nombre de Kelly y había sido la mejor amiga de la diputada en su niñez. Con el paso de los años no habían deteriorado nunca su cariño recíproco, a pesar de que últimamente se veían menos debido al absorbente trabajo de Kelly, supuestamente, dedicada a la organización de fiestas y eventos. Un día, Kelly desaparece en Santa Teresa. Esquivel Plata investiga y descubre que su amiga en realidad se dedicaba a arreglar el plantel de prostitutas que debían acudir a las orgías de los hombres importantes de Sonora. Su último trabajo había sido para la familia Salazar Crespo. La diputada acude en persona a la ciudad y se entrevista con Ortiz Rebolledo. No tarda ni un segundo en darse cuenta de la corrupción reinante y contrata a un detective privado lo más alejado posible del funcionariado público. Al parecer, Kelly no sólo había trabajado para banqueros como Salazar Crespo, también para empresarios sonorenses, dueños de maquiladoras, narcos, etc. Los nombres se acumulan, Kelly había estado empleada para Fabio Izquierdo, Estanislao Campuzano, Conrado Padilla, Sigfrido Catalán… El detective, anciano, fallece y Esquivel Plata es bien consciente de que no puede acudir con sus informaciones a la policía. Sin embargo, cree en el poder de la prensa. Ordena a Sergio González que «agite el avispero» sin miedo, ella estará a su lado. Alguien ha matado a la mujer equivocada. Ahora sí, los crímenes saldrán por fin de su marginalidad.
Con la descripción ciento nueve termina «La parte de los crímenes». Finales de 1997, desconocida de aproximadamente dieciocho años, restos hallados en una bolsa.

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